Vida de faraones. Reyezuelos efímeros que construyeron sus propias pirámides con los dineros de la gente, incauta o porfiada, que quiso creer en ese espejismo absurdo. El caso de DMG, cuyo coletazo final nos tocó aquí en Panamá, pero que igual afectó a Venezuela y Ecuador, aparte de Colombia, nos ilustra sobre nuestra debilidad y desesperación. Retrata además parte de nuestra idiosincrasia. Esa que no queremos ver ni aceptar.
Traficantes de ilusionesEstán ahí. Se tapan la cara, huyen. No quieren responder preguntas. No quieren hablar. Pero están ahí, como esperando. Quieren saber qué pasará con la plata que invirtieron en el soberbio negocio de la comercialización con retorno, ingeniosa forma de estafa en la que, con una mágica tarjeta prepagada, se compran artículos a crédito y luego se recibe de vuelta, después de un tiempo, el monto de lo invertido, y más. Demasiado bueno para ser verdad. Está visto.
Pero ellos no quieren preguntas, aunque se mueren por saber. Andaban por ahí, por las inmediaciones de Plaza Edison, aquí en Panamá. No quieren cámaras, aunque quisieran gritar su desengaño. Quieren que alguien les responda, pero se esconden. Demasiado bueno el negocio, un negocio chueco, en el que incautos o porfiados participaron ilusionados.
Sí, porque el negocio es ese: la ilusión. El espejismo improbable de la ganancia fácil o de la ventaja sobre la realidad. La maña, la habilidad antes que el trabajo arduo. La ganancia rápida, mágica, impune. Unos que saben de qué va el negocio, lo alientan, lo alimentan, lo ofrecen generosamente. Esos conocen la debilidad humana y la saben aprovechar. El esquema es sencillo: captar muchas entradas de capital que se recicla, hasta que la burbuja estalla. O peor, utilizar mucho dinero de personas que decidieron jugar en esa ruleta para camuflar y reciclar toneladas de dineros provenientes de actividades ilícitas, que luego se utilizan en inversiones legítimas. Entonces desaparecen: se vaporizan. Se desvanecen. Nunca existieron. Eran ilusión. Eran mentira.