sábado, 24 de enero de 2009

La letra con sangre entra

La primera impresión es el espanto. La segunda el asco. La tercera, la indignación. Luego siguen la tristeza, la vergüenza, el enojo, el cansancio, el desdén y cuando menos lo pienso, llega la indiferencia, un poco fatigada de tantas vueltas para llegar a lo mismo. Un rostro ensangrentado que se asoma, literalmente estrellado, desde la portada de un tabloide me deja el desayuno a la mitad y más preguntas que respuestas. La fórmula de los tabloides es universal y perdurable. El escándalo, el rojo, los cuerpos destrampados era desde antes de mediados del siglo pasado la receta infalible para vender periódicos (¿alguien vio The Public Eye, la película con Joe Pesci en el papel de buitre-fotógrafo de policivas?) a despecho de la sensibilidad de la gente, del dolor de los parientes de los muertos casi anónimos que se presentan a diario y que atomizan y singularizan la violencia que padecemos (cási escribo 'vilencia' y creo que no hubiera estado mal del todo el neologismo). Ahora los científicos han descubierto que sí, que ese gusto morboso por la brutalidad gratuita que nos regalan (no, ¡nos la venden!) los tabloides (y cada vez más la televisión, que añade la acción, el escándalo sonoro) está inserto en nuestro más recóndito rincón de la psique, como recuerdo de épocas aún más brutales (¿cabrá tal cosa?), cuando la desgracia del vecino representaba nuestra propia supervivencia. Los gordos editores de tabloides siempre apostaron a las bajas pasiones, a lo elemental de la condición humana, para cimentar su negocio, y de paso contribuír con la enajenación general que nos evitara la fatiga de buscar razones para las cosas y maneras de cambiar el feo mundo al que, según ellos, debemos resignarnos. Ahora la alta ciencia los recompensa. Parece que todos, al final, trabajan para el mismo patrón.

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